Lanzamiento el Saturno V de la misión Apolo 11 a la luna, en julio de 1969. NASA
Javier Sampedro
A la Luna se puede viajar con el cuerpo o con la mente. El primero que puso allí el cuerpo fue Neil Armstrong, hace 53 años, el 20 de julio de 1969. Pero el primero que puso la mente fue uno de los padres de la ciencia, Johannes Kepler.
A principios del siglo XVII, Kepler era el matemático oficial del emperador Rodolfo II del Sacro Imperio Romano Germánico. En una de sus reuniones cotidianas, el emperador preguntó a Kepler qué eran esas zonas oscuras que se veían en la Luna. «Seguramente, señor, son las sombras que proyectan las montañas lunares». No lo eran, pero esa respuesta improvisada presagió, en efecto, la literatura de ciencia ficción. Y el primer viaje a la Luna de la historia de la humanidad. Con la mente, por supuesto.
Entonces, ¿en qué cambió la percepción del mundo la misión del Apolo 11 que la humanidad celebra ahora? Es una buena pregunta. Al menos desde Kepler, todas las generaciones de científicos que habían nacido en cuatro siglos estaban seguros de que la hazaña de Armstrong, Collins y Aldrin era posible, y que la única cuestión pendiente era desarrollar la tecnología necesaria para ello. Hoy es sabido que tenían razón, pero también que costó siglos convertir el enorme salto conceptual de los pioneros de la carrera espacial —Copérnico, Kepler, Galileo, Newton— en un viaje real de un cuerpo humano a nuestro satélite. La cantidad de escollos técnicos que había que resolver resultó enorme, y aquellos hacedores del mundo murieron sin comprobar la certeza de sus ideas. Aunque también, seguro, sin dudar de ellas.
La primera persona que puso un objeto en órbita (con la mente) fue Newton, que concibió un experimento mental difícil de refutar. Si lanzas una bomba con un cañón, el impulso inicial hará que la bomba se mueva en horizontal, mientras que la gravedad la hará ir cayendo al suelo. El resultado es el famoso tiro parabólico que se estudia en el colegio, y que también estudian los militares.
Pero si el cañón es bastante poderoso, ocurre algo extraordinario. La bomba quiere caer al suelo, pero la curvatura de la Tierra se lo impide, porque aleja el suelo cada vez más. La bomba, calculó Newton, no tendría otra opción que ponerse en órbita alrededor de la Tierra. Esas bombas de Newton los cohetes, incluido el que llevó a Armstrong a la Luna.
El pie derecho de Neil Armstrong deja su huella en la luna el 20 de julio de 1969 NASA
Pero Newton ni había nacido cuando Kepler viajó a la luna (también con la mente, desde luego). Allá atrás en 1609, cuando Rodolfo le preguntó por las manchas lunares, Kepler no estaba solo con el emperador. Asistía también a la reunión Wackher von Wackenfels, el asesor religioso del monarca, y fue él, más que Rodolfo y hasta más que Kepler, quien se quedó mesmerizado por la mera idea de que la Luna pudiera tener montañas, sin hablar de sus sombras.
Wackenfels, como cualquier otro espécimen del género Homo, llevaba viendo la luna todas las noches desde que nació, pero jamás había imaginado que aquel disco de luz que arrullaba a los amantes pudiera ser un mundo, con sus valles y montañas, sus días y sus noches y su historia particular e irrepetible.
Todos éran Wackenfels hasta 1969, cuando el Eagle, el módulo lunar de la misión Apolo 11 que llevaba dentro a Armstrong y Aldrin, tocó suelo en el Mar de la Tranquilidad, un gran depósito basáltico generado por primitivas erupciones volcánicas en el satélite. Los mares (o maria) lunares son esas zonas oscuras que se aprecian en la luna a simple vista, y se llaman así porque los astrónomos antiguos los confundieron con mares auténticos. Hace 50 años, los ingenieros de la NASA sabían perfectamente que no lo eran, pero mandaron allí a los astronautas porque parecía una región bastante plana y uniforme. No era.
Cuando el Eagle se aproximó al suelo lunar, Armstrong percibió que aquello era un pedregal de mil demonios. El módulo lunar tenía cuatro patas, y cada una con un sensor avanzado para la época, pero con todo y con ello alunizar allí parecía una idea de bombero. Y Armstrong no lo era en absoluto. Los ingenieros que trataron con él conocen bien el acero frío de su mente racional.
Iba muy corto de combustible, al menos si quería volver a casa, pero tomó la decisión correcta de gastárselo casi entero en buscar un aeropuerto mejor y alunizar allí. «Houston, aquí Base Tranquilidad», transmitió el astronauta a Tierra. Lo de la «base» se lo había inventado, pues ninguna había allí, pero el lapsus reveló el plan original de la NASA, que era construir una base lunar permanente. El programa se suspendió por falta de entusiasmo político, y la «Base Tranquilidad» sigue sin existir. Pero allí estaban aquellos dos tipos en la Luna, como hubiera soñado Kepler cuatro siglos antes.
Hasta ese momento, en efecto, tla humanidad era Wackenfels, gente que llevaba toda su vida viendo la luna cada noche, pero incapaz de percibir lo qu
e ese círculo luminoso significaba sobre nuestra posición en el cosmos, en el gran esquema de las cosas, en el plan del «Old One», como llamaba Einstein a ese Dios en el que no creía. Sí, los astrónomos conocían las posiciones, los físicos las ecuaciones y los ingenieros las técnicas, pero mientras nadie vio pasear por el suelo lunar a Armstrong y Aldrin el hombre era Wackenfels, el asesor religioso del emperador Rodolfo.
Estación madrileña de Fresnedillas de la Oliva
Sobre la distancia que media entre el conocimiento teórico y la evidencia práctica —entre Kepler y Armstrong— no hay una mejor ilustración que una anécdota aportada por José Manuel Grandela, uno de los ingenieros de la NASA que recibieron las comunicaciones del Apolo 11 desde la estación madrileña de Fresnedillas de la Oliva, un pueblo al oeste de Madrid que en la época tenía 700 habitantes (hoy el doble) y una amplia y desenvuelta población de gallinas, vacas y otros semovientes que se revelaron como un peligro para los visitantes norteamericanos. Fresnedillas fue uno de los tres puntos con que la NASA cubrió el planeta a intervalos de 120º (los otros dos estaban en Estados Unidos y Australia) para tener la misión a la luna en contacto permanente pese a la rotación de la Tierra. Y esto es lo que escucharon en los momentos críticos.
Aldrin no salió de inmediato del módulo lunar tras Armstrong. Salió, 15 minutos después. Armstrong le preguntó por qué había tardado tanto, si tal vez había encontrado algún problema con la escotilla o la escalerilla. Aldrin respondió que dejó de piedra a los controladores de Fresnedillas. Justo mientras bajaba, Aldrin se enteró que la puerta del módulo lunar no tenía una manivela por la parte exterior.
Fuente: El País
Comentarios