Latiff era el pordiosero más pobre de la ciudad. Dormía en el zaguán de una casa y era considerado el hombre más sabio del pueblo.
Una mañana el rey apareció en la plaza. Caminó hasta que se encontró con Latiff y sus súbditos le platicaron de él.
Divertido por la información que recibió, se acercó al mendigo y le dijo:
«Si me respondes una pregunta te doy ésta moneda de oro».
-De acuerdo, respondió Latiff y lanzó una interrogación al rey ¿Cuál es tu pregunta?
El rey se sintió desafiado. Pensó plantear una duda que desde hace tiempo lo angustiaba y no encontraba la solución.
La respuesta de Latiff fue acertada y aceptada por su majestad.
El rey se sorprendió y dejó su moneda a los pies del mendigo.
Al día siguiente, el rey volvió y le hizo otra pregunta. Otra vez, Latiff la respondió rápido y con sabiduría.
«De repente, el rey se dirigió al menesteroso:
«Latiff, «te necesito» - le dijo el rey. - Te pido que vengas a palacio y seas mi asesor».
Te prometo que no te faltará nada, garantizó el rey.
Lafit aceptó la propuesta del rey.
Durante las siguientes semanas, las consultas del rey se hicieron habituales.
Obvio, esa nueva relación del rey desencadenó los celos de todos los cortesanos.
Un día, todos los demás asesores pidieron audiencia al rey y le comentaron:
«Tu amigo Latiff, como tú le llamas, está conspirando para derrocarte».
«No puede ser. No lo creo» - expresó seguro el rey.
«Puedes confirmarlo con tus propios ojos», le respondieron sus cortesanos celosos.
El rey se sintió defraudado y dolido. Tenía que confirmar pronto esas afirmaciones. Esa tarde a las cinco, aguardaba oculto en el recodo de una escalera.
Desde allí vio cómo, en efecto, Latiff llegaba a la puerta, miraba hacia los lados, y con la llave que colgaba de su cuello abría la puerta de madera y se escabullía con sigilo dentro del cuarto.
¿Lo has mirado? -preguntaron con gritos sus palaciegos.
Seguido de su guardia personal el monarca golpeó la puerta.
¿Quién es? -inquirió Latiff desde adentro.
Soy yo, el rey -dijo el soberano. ¡Ábreme».
Sin inmutarse, Latiff abrió la puerta.
No había nadie, salvo Latiff. Ninguna puerta, o ventana, ninguna puerta secreta, ningún mueble que permitiera ocultar a alguien.
Solo había en el piso un plato de madera desgastado, en un rincón una vara de caminante y en el centro de la pieza una túnica raída colgada de un gancho pendiente del techo.
¿Estás conspirando contra mí Latiff?
¿Cómo se te ocurre, majestad- contestó Latiff- De ninguna forma ¿por qué lo haría?
-Porque vienes aquí cada tarde en secreto ¿Qué es lo que buscas si no te ves con nadie? cuestionó el monarca ¿Para qué vienes a este cuchitril a escondidas?
Latiff sonrió y se acercó a la túnica rota que pendía del techo. La acarició y le dijo al rey: «Hace seis meses, cuando llegué a tu castillo, lo único que tenía eran ésta túnica, éste plato y ésta vara de madera» -dijo Latiff.
«Ahora me siento tan cómodo con la ropa que visto. Es tan cómoda la cama en la que duermo. Es tan halagador el respeto que me das y tan fascinante el poder que regala mi lugar a tu lado, que vengo cada día para estar seguro de algo que no deseo olvidar nunca:
«Quién soy y de dónde vine»
Reflexión: los celos y la envidia tienen semejanza en su emoción y poseen el mismo valor destructivo porque, en lugar de investigar la verdad, los celosos y envidiosos encuentran un motivo para alimentar su mala levadura y comienzan a disitribuir intrigas, arrojar difamaciones, propagar rumores, contar mentiras y llenar de acechanzas la vida de quien envidian y celan. Solo los alimenta la esperanza de creer que lo van a destrozar en bola y con las palabras engendradas por su lengua venenosa, sin tomar en cuenta que hay personas con carisma y la protección divina como Latiff.
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