Vivía atribulada por el cáncer que la mataba poco a poco, y temía
morir porque no tenía familiares con quienes dejar a sus dos niños.
Por Alfonso BLANCO CARBAJAL
Sus gritos desgarradores salían del área de maternidad y se escuchaban en varios niveles del edificio. Eso decía la gente que visitaba ese lugar para ver a sus enfermos internados en esa clínica que pertenecía al IMSS, en el tiempo que estuvo internada esa paciente con dolores tormentosos y el miedo a dejar solos a sus hijos cuando la muerte llegara por ella.
Eran espeluznantes sus expresiones sonoras por el silente dolor que la mataba de cáncer cervicouterino. Silencio doloroso dentro de su cuerpo y fuerte ruido de sus clamores eran los contrastes de su vida en cama.
Entre las enfermeras de pediatría y maternidad, tercero y cuarto pisos, y los visitantes, familiares de los enfermos en cama, se escuchaba decir que hacía muchos años, en los finales de los 50 y principios de los 60, hubo una paciente que cimbró el edificio con sus gritos aterradores por el dolor. Ya tenía varios días en esas condiciones y ningún analgésico oral ni intravenoso le mitigaba el sufrimiento.
Alguien comentó que si sus familiares hubiesen tenido dinero habrían pedido a los médicos que le suministraran ampolletas de morfina para que no se hundiera en las secuelas ni sufriera el dolor continuo de su padecimiento. Ese llanto estridente provocaba compasión, y no tenía familiares.
Se veía en los rostros de la gente que caminaba en los pasillos, que también a ellos les alcanzaban los efectos de aquellos clamores. El ambiente era aflictivo. Agonizaba de cáncer, pero se percibía una angustia mayor y diferente en sus ayes de dolor. Eso se escuchaba mucho en ese edificio que ahora es un museo de la UJED.
-Dios mío. Ten compasión de mis hijos. Muerta voy a sentir más la impotencia de dejarlos solos. No me dejes morir, Señor. Dios mío, tengo miedo dejar solos a mis niños, y seguían sus ayes que laceraban el corazón de los visitantes más duros que estaban presentes en ese sitio donde reinaba el dolor y predominaba el sufrimiento.
Por las narraciones, el ambiente mostraba una especie de sobrecogimiento que tenía horrorizados a los pacientes más enfermos y a los familiares de ellos, que vivieron aquél episodio de dolor de una muchacha desconocida, sin familiares, y que se ganó el cariño del personal médico que pronto la convirtió en su “Princesa”. En lugar de llamarla por su nombre se conoció como Princesa entre el personal medico, enfermos y visitantes.
Afirmaban que su llanto era desolador y transmisible. Varias señoras que escuchaban los gritos se limpiaban las lágrimas que en silencio soltaban sus ojos por aquél episodio inenarrable. No se sabía si tenía esposo o era madre soltera. Nadie iba a visitarla. Se percibía desolación y el ambiente de la clínica del IMSS, que estaba en 20 de Noviembre y Victoria, se percibía envuelto con la tristeza de esos gritos tan cargados de dolor y siempre estaba sola. Moriría en el abandono, en el olvido y pronto terminaría su peregrinar por este valle de lágrimas y dejaría huerfanos a sus dos niños, uno de cinco años y otro de tres.
Aquellas narraciones de quejidos y expresiones verbales me impresionaron cuando me enteré, en 1970. Un tiempo después, medio se me olvidaron pero, 11 años más tarde enfermé y conocí el pavor que en su agonía horrorizaba a aquella mujer. Recordé su sufrimiento porque yo tenía tres hijos, de cinco, cuatro y dos años. Su edad me angustiaba mucho. Yo no estaba grave, pero no podía vencer el pánico. Ella era agobiada por el miedo a dejar a sus hijos en el abandono involuntario, más que por su propia muerte. Su partida no le preocupaba tanto como el dolor de dejar solos a sus niños. A mi me pasaba lo mismo y mi enfermedad no era terminal.
Una sorpresa se recuerda mucho más cuando es acompañada con otro incidente asombroso, pero con mis reminiscencias congeladas debido a la muerte de mi mama en esos días, mis seis sentidos no estaban firmes, sobrios o completos y se desvanecían en el aire. No tenía capacidad para revivir pronto esas remembranzas que valía la pena haberlas mencionado en su momento.
Médicos y enfermeras incluían en sus tertulias a «Marcial», nombre que le puso una de las enfermeras por el parecido fisonómico con uno de sus hermanos menores, a un muchacho que dijeron iba a llevar consuelo, y pertenecía, tal vez, a la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, que con frecuencia lo presentaba como su consanguíneo por la semejanza facial y corpórea. Dijo que su «hermano» participaba en un ministerio parroquial y su misión consistía en llevar aliento a los enfermos.
«Marcial» estaba acostumbrado al dolor porque ejercía su ministerio desde hacía varios años y había convivido con muchos enfermos afectados por diversas patologías, normales y terminales, pero los gritos de aquella muchacha, que dijeron tenía 35 años, le cambio su existencia. Las enfermeras le informaron con detalles y de inmediato la compasión lo llevó hacia la paciente que agonizaba desde hacía varios días, eso dijeron. Él también era joven, de unos 35 años o más, padre de dos niños, de siete y cinco años. Ya la había escuchado los días anteriores, pero no con el clamor sufriente que exteriorizaba ese día y que a todos los que la escuchaban los hacía sentir un frío que les erizaba el cabello y les recorría el cuerpo de los pies a la cabeza.
Al llegar Marcial a su visita cotidiana tenía la cara normal. Estaba curtido con el sufrimiento que ya había visto en muchos enfermos, narraron las enfermeras, y notaron que al retirarse de “La Princesa” lucía un semblante distinto, transformado. Marcial le prometió rezar por ella y le cumplió al rezar, rezar y rezar hasta el final. Se fue al oratorio que estaba en la institución hospitalaria y ahí comenzó sus oraciones y peticiones. Permaneció mucho tiempo de rodillas con el rosario en la mano. No cesaban los gritos de ella y a él se le reflejaba más en el rostro y en su lenguaje corporal, con ademanes de cierta tristeza, acompañada con firmeza porque no cedía en sus rezos. Cabizbajo, concentrado en oración, con los ojos cerrados, parecía comprometido con una obra de caridad de mucha compasión, o de bastante importancia para él. No dio detalles. No habló nada. Permaneció en silencio el tiempo que ahí rezó y después se retiró.
No fui constante en el seguimiento de esos desenlaces porque en ese tiempo no eran importantes para mí. Yo traía mi preocupación, mi dolor, y el caso de la muchacha con cáncer era de unos 12 o 15 años antes, De todas maneras, en unos años se volvieron más importantes por el nacimiento de dos vertientes, una de vida y otra de muerte, en los que estuvieron envueltos, sin enterarse y sin pensar en eso, la paciente agonizante de cáncer y el voluntario que con frecuencia llevaba paz a los enfermos en los hospitales de la ciudad de Durango.
«Marcial» ya no pudo recuperarse del desconsuelo que lo envolvió por ver las condiciones de aquella desdichada enferma y por escuchar sus expresiones lúgubres.
Su esposa Eugenia percibió en él un cambio que lo mantuvo alejado de su familia todo el día. No se veía perdido, pero vio que su cónyuge no soltaba el rosario y sus facciones eran diferentes, con un rictus de tristeza marcado e inusual en sus rasgos faciales, como si se hubiera propuesto lograr algo con mucho ímpetu. Ella lo conocía bien y sabía que algo andaba mal porque no perdía la calma con facilidad. Era otro Marcial.
Regresó a casa en la tarde, al concuir las visitas. No comió. Se encerró en su cuarto y su comportamiento extrañó mucho. Ni ella ni los hijos interrumpieron el silencio sepulcral que «Marcial» llevó a su casa. Su proceder desconocido impulso a Eugenia a entrar a investigar qué ocurría porque no le agradaba nada el silencio ni la imagen que vio en la cara de su compañero y ya habían transcurrido varias horas. Oscureció y él seguía de rodillas.
Eugenia notaba la diferencia en su comportamiento porque era un devoto de la oración y le angustiaba verlo en esas condiciones. Es dificil o raro que alguien que ora con frecuencia se pierda con tanta rapidez como pasó con su esposo, que en un momento cambió.
-Marcial ¿Que ocurre? Hoy fue un día muy bonito, brillante, con un sol luminoso que llenó la casa de alegría hasta que trajiste las nubes a nosotros. Ya se acabó la tarde y tienes varias horas encerrado, sin hablar. Has rezado solo sin pedir nuestra participación contigo. Queremos saber que ocurre ¿Estás enfermo? ¿Te despidieron del trabajo? Dinos qué pasa.
-Rezo por una alma desesperada., respondió Marcial. No ha muerto y ya comenzó a penar por el dolor de abandonar a sus hijos. Hoy la vi muy abatida, con el rostro demudado y una desesperación angustiante, reflejada en sus ojos opacos y demacrados. Hoy vi a la muerte dibujada en su cara y en su dolor. Sentí el frio de sus clamores desesperados. Nunca había visto en otros pacientes lo que hoy vi en ella. Ver su cara y sus condiciones en la cama me partieron el corazón y desgarraron mi alma. Me agarró de la mano y me dijo con mucho miedo, que le horrorizaba saber que sus hijos iban a quedar solos. Sus gritos y su llanto me destrozaron por dentro y me siento impotente para ayudarla, por eso estoy rezando, le respondió «Marcial», que no dejaba de llorar con la paz que Dios les da a los compasivos que oran para ayudar o que por alguna casualidad se desorietnan y por un momento no saben que hacer.
-Ningún caso te había impresionado como este ¿Por qué? Qué tiene de diferente a los demás que te perturbó tanto, inquirió ella.
-Su llanto, le contestó Marcial. Su estruendosa voz cargada de dolor y la muerte dibujada en su cara me hizo sentir mucho frio y temor por no poder resolver su preocupación. No sé qué hacer para ayudarla ni supe responderle nada,expreso.
-¿Por qué no le ofreciste hacerte cargo de sus hijos? Habla con ella y quítale esa pena para que disminuya su sufrimiento. Yo me hago cargo de los niños porque tengo miedo que también a los míos les pase algo semejante.
-No se me ocurrió. No pensé en nada, aclaró Marcial. Su estado lamentable perturbó mi paz y ahora no se cómo volver a la tranquilidad que se ausentó y se alejó de mí, dijo Marcial.
Eugenia abrigaba ese temor y se hizo realidad su ofrecimiento de inmediato. Marcial le pidió a su esposa que lo acompañara para que ella misma le ofreciera la hospitalidad de su hogar a los niños de la paciente en agonía. Tal vez esperaba que ella misma ofreciera su ayuda para no comprometerla él.
No se trataba de brindar ayuda con dinero porque el sufrimiento de aquella paciente no se compraba con especie, valores, finanzas, monedas, ni con billetes. Dicen que ayudan más las manos que actúan que los labios que oran. Eso afirman algunos, pero en ese caso quedó destrozada esa grotesca afirmación con que pretenden darle un significado profundo y agregarle supuesto valor filosófico que solo ven los que viven aislados de la oración porque «no son mochos», son ateos o practican una creencia distinta y una filosofía de humanitarismo materialista.
El dinero no le importaba a la muchacha agonizante. Le dolían más sus hijos que su enfermedad terminal, que le arrancaba la vida en cada instante que transcurría, pero saber que sus hijos quedarían desamparados le arrebataba la existencia con mayor rapidez y con más dolor.
En los días posteriores todo fue envuelto por un silencio inhabitual. Recibieron a los niños de «La Princesa», que estaban con unos vecinos de ella, «mientras se recuperaba». Marcial habló con la paciente un lunes y para el miércoles sus niños ya tenían nueva familia. Parece que a ella se le hizo más tolerable esa enfermedad que provoca dolores espantosos en las victimas. Luchaba y recibía el tratamiento que reciben las que padecen ese mal en el cuello del útero, cáncer de cérvix o cáncer cervicouterino, y agonizaba ahora solo entre sus ayes de dolor, que tal vez contenían menos rigor que antes de la incertidumbre que la afligía por desconocer el futuro de sus niños.
Clinica del IMSS primero, y ahora museo de la UJED.
En su casa, Marcial seguía con mucha devoción, sumergido en el rezo de rosarios constantes frente a una imagen de la Virgen de Guadalupe que tenía en su casa. Comía poco y dejo de ser el Marcial alegre y jovial que conocían en la clínica del IMSS. Había pedido a las enfermeras con quienes tenía una amistad muy especial, que le informaran si la paciente se agravaba para estar presente y no dejarla sola en sus últimos momentos. Él vivía en la calle Hidalgo, no sé a qué altura porque esa arteria nace en las Alamedas y termina en el Santuario de Guadalupe, e investigar requiere dedicación de mucho tiempo y desembolso de dinero porque ya transcurrieron 60 o 70 años del incidente.
Pasaban los días y Marcial se mantenía firme en su oración constante. No fue a trabajar el resto de esa semana. Permaneció encerrado en casa y no dejaba de rezar, según refirieron las enfermeras que fueron informadas por su esposa, que ahora vivía angustiada por el cambio radical de su cónyuge, su mutismo y su entrega a las invocaciones divinas. El estado de postración de la enferma le afectó su vida y se entregó de tiempo completo a una especie de retiro espiritual e invocaciones para que Dios tuviera misericordia de aquella desdichada. Eugenia les dijo que nunca había visto en ese estado a su cónyuge, y que respetaba con silencio su encierro voluntario en su habitación que ella revisaba con frecuencia por temor a que su compañero fuera a caer en un estado depresivo de nivel preocupante o que pudiera contraer alguna patología. Nunca se sabe y siempre hay muchas sorpresas, más bien desagradables que satisfactorias, comento ella.
Marcial visitaba cada día a la enferma. La acompañaba un rato y se devolvía a su encierro voluntario. El viernes le comunicaron que su amiga ya no gritó mucho por el dolor. El sábado le informaron de más mejoría. La visitaba todos los días a las 3:00 de la tarde, aunque parece que los ministros de salud de las diferentes creencias tienen permiso para visitar a los enfermos a cualquier hora del dia. El domingo a esa hora de su visita ministerial le informaron que la paciente se veía muy tranquila, que no se quejaba de nada, que no lloraba, que se veía apacible y a los médicos les pareció muy extraño su caso porque estaba cerca de la muerte y de repente todo se volvió paz dentro de «La Princesa».
Esa fue una noticia regocijante para Marcial porque cambió su semblante de inmediato. La alegría volvió a iluminar su marchitado rostro y el entusiasmo lo invadió y se acercó a la enferma para comunicarle que sus hijos estaban bien, que su esposa les había asignado un cuarto, que estaban pendientes de ellos durante el día y se aseguraban que tomaran sus alimentos y los cuidaba durante las noches. La enferma ya no lucia tan mal a pesar de que su padecimiento era terminal.
Vio que la paciente tenía mejor semblante y no se apartó de la oración. Cumplió con su visita a ella y a los demás enfermos que debía visitar por su ministerio de salud parroquial no comprobado. Regresó a casa, comunicó los adelantos del estado de salud de la enferma y se encerró para continuar sus plegarias. No dejaba de rezar.
Su esposa platicó después que cuando abría la puerta para revisar que todo estuviera bien, en orden y con paz, veía a Marcial arrodillado, con los brazos en alto, como si estuviera siempre agarrado de alguien, de Dios, o de la Virgen de Guadalupe porque era devoto de ella. Eso decía.
Del lunes que Marcial llegó con la cara demacrada a su casa, al lunes siguiente ya habían transcurrido ocho días del caso critico de cáncer cervicouterino, y en la clínica del IMSS empezaron a preguntarse qué había pasado con aquella enferma que aseguraron iba a morir en los siguientes cinco días. Ahora estaba tranquila y contenta porque sus hijos ya tenían un lugar seguro y del mal que la mataba en días anteriores no se veía huella como se vio antes muy marcado en su rostro.
Marcial visitaba a la supuesta enferma, permanecía de visita con otros pacientes, y al terminar se retiraba su casa. El lucía una imagen de alguien contento por haber logrado buenos resultados con un objetivo. Estaba feliz por haber resuelto una necesidad de hogar para esos niños que iban a quedar desamparados. Estaba satisfecho porque en su hogar había dos nuevos seres queridos en su círculo familiar. Ya no había aflicción. Todo era alegría, y ahora era más devoto de la oración que le prometió a la enferma, de quien no supe su nombre. El optimismo, la tranquilidad, la felicidad y la paz regresaba a su hogar con la misma rutina que tenía la familia. Martes, miércoles y jueves fueron días alegres en casa. Tres días de mucha felicidad.
En la mañana del viernes, noveno día de su dedicación a «La Princesa» con plegarias y atenciones para ella y sus hijos, volvió a dedicar su tiempo a la contemplación hasta que llegara el momento de salir a hacer las visitas de su ministerio parroquial de salud. Avisó a su esposa que iba a reposar un rato mientras llegaba el momento de salir a la clínica del IMSS, pero su ministerio se extendia a la visita a enfermos en otras instituciones hospitalarias. Unas dos horas después, Eugenia recordó que Marcial se había acostado para descansar un rato o tomar una siesta y tal vez se quedó dormido. No se supo si le dolía algo o si se sentía mal. No dijo nada.
Entró a avisarle que ya era hora de que llevara el consuelo a sus enfermos. Dentro de la habitación todo era diferente a las ocasiones anteriores. Al entrar lo veía de rodillas y con los brazos abiertos, en alto. Ahora no. El panorama era distinto y se sentía un ambiente extraño.
Sintió miedo repentino y angustioso. Sin saber por qué empezó a llorar con angustia y todavía no se acercaba a la cama donde reposaba Marcial. Afligida, pero decidida, se aproximó a su
esposo y le habló. No respondió. Volvió a hablarle y siguió en silencio. A la tercera ocasión se acercó para moverlo y sintió que algo no estaba bien.
-Marcial. Marcial. Despierta. Tus enfermos te están esperando
Marcial no respondía. Marcial ya no respondió.
Eugenia sintió que el mundo se desplomaba sobre ella. Se desvaneció el entusiasmo, la alegría, el optimismo y la felicidad que reinaba en su hogar. En el patio se escuchaban las risas de los niños que habían recibido unos días antes. Jugaban con sus hijos. Era un contraste que solo Eugenia notaba: alegría en el patio y tristeza en la habitación y en el interior de la vivienda.
No supo qué hacer y no sabía cómo empezar a enfrentar lo que se convirtió en una tragedia en pocos días, y su partida la relacionó de inmediato con la enfermedad terminal de la muchacha que días antes agonizaba de cáncer.
Sentía que iba a desmayarse. Le faltaron las fuerzas. Todo el entusiasmo que tenía antes la abandonó de repente. Se sentó en el borde de la cama, al lado derecho de su conjuge, que yacía sin vida. Sabía que no era necesario que llegaran los paramédicos de la Cruz Roja ni el médico de la familia a decirle que ya había emprendido el viaje sin regreso.
Tomó la mano derecha de Marcial, la levanto y le dijo:
-Tu sensibilidad y tu compasión te hicieron llegar a ese extremo. Ofreciste tu vida a Dios por ella y Dios la aceptó. Sabes bien que la aceptó porque el día que te dijeron que se veía muy tranquila y lucía contenta llegaste contento y te pusiste a rezar con más devoción. Lamento no haber podido acompañarte a rezar siempre porque alguien tenía que hacerse cargo de lo demás. Alguien tenía que cuidar a los niños. Noté tu paz cuando te sugerí que le dijeras a ella que yo iba a hacerme cargo de sus hijos, y al mismo tiempo yo percibí una sensación rara porque sin enterarme yo misma te empuje a que le ayudaras. No me siento culpable. Me siento bien porque pude ayudarte, pero me duele que ahora nosotros nos quedamos sin ti y nos haces mucha falta. No sé cómo avisarles a mis hijos.
La comunicación telefónica era escasa en ese tiempo, pero de alguna manera haría llegar la noticia funesta a los hermanos de Marcial, que residían en Monterrey, N.L., y tenía que ser por telegrama, el medio de comunicación más rápido de los finales de los 50’s o principios de los 60’s, tiempo en que ocurrió ese episodio trágico de metamorfosis voluntaria, repentina, por el cambio de una vida por la muerte que menciono la esposa de Marcial. Ella lo conocía bien y solo ella sentía esa seguridad de un sacrificio personal que para otros sería impensable, inimaginable e imposible, pero no para un creyente cristiano y católico devoto de la Virgen de Guadalupe, como lo sostuvo siempre.
Marcial murió el viernes y sus hermanos arribaron a Durango al día siguiente, sábado. Hicieron todos los arreglos del funeral. Sepultaron al ministro de salud parroquial de quien no se supo el nombre de pila porque la jefa de piso o de enfermeras de la clínica del IMSS así lo denomino «por su parecido anatómico y facial a un hermano» de ella, comentó una enfermera de la unidad de pediatría. Le sustituyó el nombre auténtico por el de su hermano y así lo conocieron siempre las enfermeras, como Marcial, o como el hermano de la jefa de piso o de enfermeras.
Los hermanos de Marcial resolvieron todo y le ofrecieron a su cuñada hacerse cargo de los gastos a partir de ese momento, de ella, de los sobrinos y de los niños adoptados de la muchacha que iba a morir en unos días.
Todo comenzó a volver a la normalidad. La paciente fue dada de alta tres semanas después, sin rastros del cáncer en el cuello del útero. No tenía a donde ir. De la clínica del IMSS le avisaron a Eugenia que la enferma ya estaba curada y dada de alta. Ella misma fue a recogerla y la recibió en su casa. Les informó a los hijos de ambas que había una nueva integrante en la familia, y como los niños la vieron comprendieron que se refería a ella y comenzaron a celebrar con una especie de danza, tomados de la mano los cuatro y con giros hacia un lado y a otro, al mismo tiempo que gritaban por la emoción.
La armonía reinaba en ese hogar otra vez, pero el gusto es efímero en ciertas ocasiones, y más en donde se cierne la obscuridad o donde el chamuco quiere imponer su dominio. Las mujeres vecinas fueron las principales hostigadoras de la familia. Les hacían pesada la vida a los niños y trataban de envenenarles el alma con el argumento de que la muchacha que estaba enferma de cáncer era amante de Marcial y que los niños de ella eran hijos de él.
Les llovió en su milpita con las intrigas tan crueles de las vecinas. A alguien de mal espíritu y de corazón podrido se le ocurrió la idea de soltar ese rumor corrosivo y empezaron a tratar de destrozar un buen ambiente que había quedado después de la partida de Marcial.
A Eugenia le decían que le había salido bien el negocio de envenenar a Marcial para cobrar el seguro de vida y meter en su casa a la amante, y le preguntaban que si no sentía repugnancia por haber cometido ese crimen tan despreciable. Veían paja en los ojos ajenos y las señoras traían los de ellas llenos de postes y troncos de árboles secos que solo servían para que orinaran los perros. Esos comentarios perversos le destrozaban el alma cada vez que los escuchaba.
Todo se volvió muy pesado para la familia de Marcial, que con su muerte aumento con tres personas más. Había dos madres de familia y los hijos de ambas, cuatro, ya se veían como hermanos en poco tiempo, por las desgracias que amenazaron con destrozar primero a la enferma de cáncer, y luego la caída de Marcial, sorprendido por una muerte tranquila y silenciosa mientras reposaba en su cama antes de hacer la visita a sus enfermos.
Los chismes iban en aumento y un día inesperado llegaron los hermanos de Marcial con camiones de mudanzas, cargaron los muebles y las cajas que habían adquirido para empacar sus pertenencias y huir de ese lugar que era hostil para las dos muchachas y sus hijos, y entorpecía mucho la formación de los pequeños. Todos se fueron a la Sultana del Norte, a Monterrey, y allá los hermanos de Marcial continuaron la promesa de hacerse cargo de su familia.
El vecindario no volvió a saber nada de ellos, pero una de las enfermeras, que mantenía comunicación con Eugenia, estuvo cerca la familia un tiempo hasta que ella también partió de este mundo. Por la información que me dieron creo que esa enfermera era la misma que me informó de la familia de Marcial, en una ocasión que desayunamos en el restaurante Benavides, que estaba ubicado en 20 de Noviembre y el hoy andador Constitución. Ella había salido temprano de trabajar en el turno nocturno de pediatría de la clínica del IMSS, que estaba a dos cuadras.
Me comento que los hijos de Marcial y los de la enferma continuaron sus estudios: terminaron la primaria, estudiaron secundaria, bachillerato y se formaron en diferentes especialidades de ingeniería en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM). Hoy, de esa familia no se sabe nada. Ellos mismos prefirieron mantenerse aislados porque su salida no fue muy agradable de esta ciudad capital. Los hicieron huir con ofensas, malos tratos, calumnias y difamaciones.
Los niños crecieron como hermanos y, sus mamas, que al final fueron madres de los cuatro niños, se unieron en una hermandad muy feliz en ambas, una porque ayudo a su esposo a hacer una obra de caridad, y la otra con el eterno agradecimiento a su bienhechor que le suavizó la pena de dejar solos a sus hijos y aparte le quitó la carga de la enfermedad que, al final desapareció por completo por un milagro que Marcial pidió mucho de rodillas y con los brazos en alto y extendidos, según palabras de Eugenia.
Sí sirve la oración de los que abogan por otros, porque así ayudan los que no tienen bienes materiales para ayudar. La obra de Marcial es una prueba innegable porque abogó con oraciones y peticiones y, además, como dijo su esposa, ofreció su vida para que la enferma recuperara la salud por sus dos niños pequeños, que era su mayor aflicción.
La conclusión de Eugenia no cambio con el fallecimiento de su cónyuge. Estaba convencida de que las plegarias de Marcial son muestra de que el poder de la oración tiene alcances ilimitados e insospechados.
«Marcial oró con los labios, actuó con las manos y logró un milagro con su vida».
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